Redacción: Litzury Gamboa
Durante casi dos décadas, los centros de rehabilitación en México han sido blancos de violencia por parte del crimen organizado. La reciente masacre en Culiacán, Sinaloa, donde murieron nueve personas, es solo un capítulo más de una larga lista de ataques ligados a disputas entre cárteles. Estas clínicas que, para muchos, son consideradas un lugar seguro para un nuevo comienzo y la única salida frente a las adicciones, ahora representan un riesgo de muerte.
La primeros multihomicidios en anexos se remontan al 2008 en Ciudad Juárez, vinculados a la guerra entre cárteles. Desde entonces, se han documentado masacres similares en Tijuana, Torreón, Chihuahua e Irapuato, casi siempre con víctimas jóvenes, pobres y vinculadas de alguna forma al narcotráfico o a sus entornos. A menudo, las autoridades atribuyen los ataques a venganzas entre grupos rivales.
Constantemente, se formula la pregunta de por qué estos lugares se convierten en escenarios de horror. Las hipótesis apuntan a pérdidas económicas para los cárteles, otras a la presencia de personas vinculadas con grupos criminales. También se habla del cobro de “derecho de piso”, del uso de anexos como escondite o incluso como lugares de reclutamiento forzado para el crimen organizado.
Testimonios como el de “Casper” revelan que algunos anexos son usados como trampas para capturar y entrenar sicarios. Jóvenes en recuperación terminan en campos de adiestramiento como el de Teuchitlán, Jalisco, sin posibilidad de escapar. Detrás de cada víctima hay una historia de dolor, abandono y búsqueda de ayuda. Esta violencia no solo cobra vidas, también aplasta la esperanza de quienes solo querían una segunda oportunidad para mejorar sus vidas.
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